lunes, 18 de junio de 2012



Autor:Ramiro Sánchez Navarro
Antes que yo llegara a Lima, como todo provinciano, con una alforja o costalillo al hombro, cargado de muchas esperanzas e ilusiones, a Mario Vargas Llosa y a otras celebridades peruanas sólo las conocía de nombre y por sus fotos.
Estando el suscrito en Celendín, una ciudad del departamento de Cajamarca, Perú, tuve la ocasión de leer algunas obras de Vargas Llosa, entre ellas “Los Cachorros, Los Jefes”, “La Ciudad y Los Perros”, “Pantaleón y las Visitadoras”, etc. que me parecieron muy interesantes, pues tienen la propiedad de atrapar al lector. Vargas Llosa es un escritor realista y sus obras reflejan en alguna medida las historias de la vida real que describe.
En 1977, año en que llegué a Lima, el gobierno del general Francisco Morales Bermúdez, había dado inicio a su “apertura democrática”, doblegado por la crisis económica, para devolver el poder a la civilidad,anunciando poco después del paro del 19 de julio, su deseo de convocar a una asamblea constituyente.
Los líderes de los partidos políticos tradicionales como el APRA y Acción Popular se preparaban nuevamente para intervenir en política. Pues se voceaba que había que preparar una nueva Carta Magna, que sustituyera a la del 33, que fue sancionada por el presidente Luis Miguel Sánchez Cerro.
Esa era la propuesta de Haya de La Torre y por lo tanto debía designarse una asamblea constituyente, mediante elecciones generales. Con este motivo, en la Casa Rosada, de Acción Popular, ubicada en la Av. Paseo Colón, de Lima, el líder fundador de esta agrupación política daba conferencias y charlas, junto a toda su plana mayor. Personalmente, el líder y fundador de Acción Popular no estaba de acuerdo con que se cambiara de Constitución. Consideraba que con la de 1933 se podía seguir gobernando. Su partido, haciéndose eco de su posición personal,no participó en los comicios para elegir a los constituyentes de 1978-1979. Lo que Belaunde exigia es una convocatoria a elecciones generales para elegir a un nuevo gobernante.Fue en este contexto, si mal no recuerdo, que Mario Vargas Llosa fue invitado a dar una charla sobre “El derecho a la crítica y a la libertad de información en Inglaterra”, creo así se titulaba su conferencia.
La llegada del notable escritor a la sala “Ciro Alegría”, de la casa política de Acción Popular, causó mucho revuelo entre la nutrida concurrencia. Muchos exclamaban “allí está Vargas Llosa, allí está Vargas Llosa”. En efecto, Vargas Llosa hizo su ingreso al auditorio acompañado de algunos líderes acciopopulistas y también creo de Alfredo Barnechea. Luego de intercambiar saludos con Belaúnde, se sentó a su lado. El ex mandatario estaba de pie, en la tribuna y seguía perorando. Me pareció que Vargas Llosa estaba muy atento a lo que decía Belaúnde. El escritor lucía una casaca americana y un peinado parecidos a los del cantante argentino Sandro, con quien tuve la impresión de que guardaba cierto parecido. Luego le tocó el turno a él. Se puso de pie, saludando a la nutrida concurrencia y se abocó a desarrollar su tema y para lo cual se valía de algunas fichas, como ayuda memoria.
En su intervención, el novelista cuestionaba la política del gobierno militar, que ciertamente no daba lugar a la crítica como tampoco a la libertad de información como en Inglaterra y otros países democráticos, principalmente de Europa. En el Perú, de ese entonces, la prensa estaba parametrada y los periodistas amordazados. Vargas Llosa en aquella ocasión y como en muchas otras, habló con aplomo; estaba brillante y firme en su credo democrático. Se ganó nuestros aplausos y las felicitaciones de Belaúnde y de su Estado Mayor. Al verlos de pie a los dos, saludándose, advertí que Vargas Llosa y Belaúnde eran de la misma estatura, altos. Ya por 1978 y al cabo de algún tiempo leí en un periódico de Lima que Vargas llosa iba a presentar la novela “Los convidados de piedra”, del escritor chileno Jorge Edwards, en el Country Club de San Isidro. Dicha presentación comenzaba a las 7.30 PM “Esta tampoco me la pierdo”, me dije. Sin embargo, me sentí desilusionado cuando al consultar con mis bolsillos, sólo tenía para mi pasaje de ida y vuelta. El ingreso era pagado. El valor de la entrada estaba a la altura de la clase pudiente y culta, que concurrió aquella noche. Por algunos momentos me puse a pensar sobre la forma de ingresar. La lamparita se me prendió y me iluminó el pensamiento. “Diré que soy su amigo y así podré entrar”. Sin más cavilaciones, me puse en marcha. Del centro de Lima tomé un microbús que me llevó por la avenida Salaverry y me dejó muy cerca al Country Club. Llegué a eso de las 8 de la noche. La presentación ya había comenzado y Vargas Llosa estaba hablando a la numerosa concurrencia, que seguía comprando sus entradas para verlo y oírlo hablar.
Me paré en el portón un rato. El portero me miró largamente de pies a cabeza y al parecer no le causé mala impresión, pues estaba yo con los zapatos nuevos y bien lustrados, y vestido regularmente. “¿Tú no vas a ingresar?”, me preguntó con cierta curiosidad e inquietud, le respondí, “no creo, porque se me ha caído la billetera”, y a continuación agregué: “pero yo soy amigo de Vargas Llosa, por favor dígale que estoy aquí para que me haga ingresar”. Entonces el portero se fue a donde se hallaba Vargas Llosa. Yo estaba en el portón mirando atentamente hacia adentro. Me pareció que le dijo: “hay un joven que quiere ingresar, no tiene para la entrada, pero dice que es su amigo”. Escuché como que le decía escuetamente: “hágalo pasar”.
El portero regresó y me hizo saber la noticia: “me ha dicho que pases”, entonces yo, frotándome las manos de lo contento que me sentía, ingresé y me situé al final de toda la concurrencia, donde me mantuve de pie. Los demás estaban sentados cómodamente y en actitud silenciosa y atenta a todo cuanto decía Vargas Llosa. Desde allí lo seguía escuchando y cuando concluyó le tocó el turno al escritor Jorge Edwards, autor de la novela presentada aquella noche.
Jorge Edwards es un escritor chileno, miembro de una rancia familia aristocrática y propietario o accionista mayoritario del diario El Mercurio, según pude informarme esa noche.
Después de ordenarle al portero mi ingreso al auditorio, pensé sinceramente que Vargas Llosa ya se iba a olvidar de mí. Pero mayúscula fue mi sorpresa cuando vi que venía hacia mi con el brazo derecho extendido y la mano abierta para estrechar la mía, en señal de saludo. Y así lo hizo. De todo corazón le agradecí su gesto y además por haberme permitido el ingreso. Cerca del portón, el genial novelista estuvo conversando conmigo como un cuarto de hora y riendo de muy buena gana de mis ocurrencias, porque le decía “don Mario, usted porqué no se dedica a dictar un curso de literatura y a dirigir un taller de narrativa, para aprender a escribir cuentos y novelas”, esto y muchas cosas por el estilo le dije aquella vez y que a él le parecía muy gracioso. Entre otras cosas me contestó que no podia hacer tales cosas ,porque tenia mucho trabajo y muchos compromisos que atender.Vargas Llosa estaba joven, jovial y elocuente como siempre, lucía un impecable terno azul y creo una corbata celeste,que le hacia juego.
Esa noche, aprovechándome una vez más de la ocasión, le pedí muy suelto de huesos que me regalara una de sus novelas, haciéndole ver que yo era uno de sus lectores favoritos y a continuación le mencioné todos los títulos de sus libros. “Caray don Mario, le dije, sería un gran honor para mi tener uno de sus libros como obsequio y con una dedicatoria suya”.
Advertí que no le causó desagrado mi pedido. Con el mayor gusto sacó una ficha en blanco del bolsillo de su saco y en ella escribió la dirección de su domicilio y el número de su teléfono. Al momento de alcanzarme me recomendó que lo llamara antes para que él me esperara “pronto iré don Mario” “estaré a eso de las diez de la mañana, de aquí a dos días”. “entonces le espero”, “gracias don Mario”. Creo pasaron dos o tres días en que lo fui a ver. A la hora señalada, ya me encontraba en el malecón Paul Harris, de Barranco, desde donde en panorámica vista se puede apreciar el mar, el océano Pacífico, que de tal sólo tiene el nombre, porque suele ponerse bravo.
Toqué el timbre de su portón. Me atendió un vigilante, quien le informó de mi presencia. Al retornar me dijo: “dice don Mario que lo esperes, que ya sale atenderte”, el portón se cerró nuevamente y yo quedé en el malecón mirando a un lado y a otro y contemplando el mar, que parecía una inmensa laguna, en cuyos horizontes se perfilaban algunas nubes oscuras. Como la cerca, que circundaba la mansión del escritor no era muy alta, pude ver su espaciosa sala, bien iluminada, donde sus libros se mostraban ordenadamente en sus estantes. Luego vi que doña Patricia, su esposa, con su pequeña hija Morgana,en brazos, a lo mucho de cuatro o cinco años de edad,bajaba de su segunda planta por una escalera de madera.
El portón se volvió abrir y de pronto apareció el escritor con un libro en la mano izquierda. Le saludé atentamente con un “buenos días don Mario”, al tiempo que estrechaba su diestra. Caminamos juntos unos pasos más allá, luego hizo un alto, sacando su lapicero del bolsillo de su camisa me preguntó: “¿Cómo se llama usted?” “Ramiro Sánchez Navarro, a sus órdenes don Mario”, le respondí. Entonces él escribió la dedicatoria en la hoja de repeto del libro “para el señor Ramiro Sánchez Navarro con aprecio”. Escribió el lugar y la fecha y luego estampó su clásica firma. Me obsequió su novela “La Ciudad y Los Perros”, en cuya carátula había dos perros en actitud de pelear. Esa novela que trata de su vida de estudiante en el colegio militar Leoncio Prado, por algún tiempo se convirtió en mi libro de cabecera.
Aquella mañana de mi encuentro con el famoso escritor, noté que ya no estaba tan alegre y contento como en la noche de la presentación del libro de Jorge Edwards. Conmigo se mostró siempre cortés y bastante diplomático, porque en ningún momento me tuteó. Me trató siempre de “señor” y de “usted”, seguramente para mantener una distancia. La verdad es que nada me importaron esos detalles o que no me hubiera hecho pasar a su domicilio. Estaba yo tan entusiasmado con el obsequio, que todo lo demás pasó a un plano secundario. Don Mario parecía preocupado. Estuve algunos momentos más con él y no queriendo quitarle más su tiempo, le agradecí de corazón el regalo y enrumbé a mi domicilio. Me iba caminando al paradero. Al cabo de algunos minutos de caminata volví la mirada y lo vi allí, en el mismo sitio, mirando al mar, con sus dos hijos Álvaro y Gonzalo, muchachos aún, que momentos antes habian salido de su casa a carrera, a reencontrarse con él. Don Mario no daba muestras de ingresar pronto a su domicilio.Entonces pensé que momentos antes de mi visita él habría estado leyendo o escribiendo y ahora aprovechaba para distraerse un poco y despejarse la mente.
32 años después, cuando tuve ocasión de visitar Estocolmo, la capital de los suecos, visité la ciudad antigua, el gammla stan,el corazón del aquella urbe. Con mi buen amigo Florentino Tello Quispe, que me sirvió de cicerón, visitamos el congreso, el palacio real y el local donde entregan los premios Nobel.
Mientras miraba atentamente el interior del auditorio por mi mente pasaban las imágenes de algunos escritores latinoamericanos laureados con este máximo galardón: la chilena Gabriela Mistral, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el chileno Pablo Neruda, el colombiano Gabriel García Márquez, el mejicano Octavio Paz...
Me puse a pensar en los escritores peruanos, ninguno había obtenido este premio, ni siquiera Mario Vargas Llosa, pese a su larga y fecunda trayectoria literaria y a los numerosos premios obtenidos como reconocimiento a su creatividad y laboriosidad de escritor.
Estuve observando las columnas de mármol que le servían de soporte a este viejo e histórico edificio y mirando hacia arriba, el resto de sus pisos, exclamé para mi mismo: “¡como puede ser la vida ingrata e injusta, Vargas Llosa ha escrito muchos libros y no le dan este premio!”
Abandoné este recinto contento de haberlo conocido, aunque lamentando para mis adentros que ningún escritor del Perú lo hubiera obtenido. Pero cuál no sería mi sorpresa, grata por supuesto, que cuando retorné al Perú y ya por el mes de octubre me informo por la prensa de Lima que la Academia Sueca de Estocolmo había decidido otorgarle el Nobel de Literatura a Vargas Llosa. Entonces exclamé ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!, ¡Albricias!, ¡Albricias!, ¡Albricias!.
FOTOS:La dos fotos superiores corresponden a mi visita a la Ciudad Vieja de Estocolmo en agosto del 2010.La foto inferior corresponde al laureado literato Mario Vargas Llosa.

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